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Analco: vivir donde la historia duele 

UN TEXTO DE RODRIGO ESTRADA

Hay barrios donde la historia se convierte en postal, donde el pasado se preserva con barniz y se pasea con gafas de turista. Analco no. Aquí la historia es herida. No se exhibe, se arrastra. No se celebra, se sobrevive. 

Desde que comencé a escribir sobre este barrio —uno de los más antiguos de Guadalajara— me ha acompañado la sensación de que mirar Analco es mirar una grieta. Una grieta en el tiempo, pero también en la ciudad. En sus políticas, en sus prioridades, en su memoria. 

Escribí primero sobre sus orígenes: un barrio fundado por indígenas al otro lado del río, marginado desde la Colonia, relegado al lugar donde se colocaba a quienes no tenían derecho a estar al centro. Después vino la historia de doña Cecilia, dueña de una tienda de abarrotes que ha resistido el paso del tiempo como resisten los árboles viejos: sin moverse, pero cada vez más solos. Finalmente, traté de entender lo que los números dicen. Y lo que no dicen. Las cifras de seguridad, las denuncias, las omisiones. 

Pero ahora necesito escribir otra cosa. No sólo describir el deterioro, sino nombrar lo que lo produce. Lo que lo sostiene. Lo que lo permite. Y lo que lo aplaude, mientras lo disfraza de progreso. 

El disfraz de la gentrificación 

Analco tiene una belleza evidente. La piedra antigua, los templos coloniales, las fachadas que aún conservan detalles de otro siglo. Pero esa belleza, en lugar de protegerlo, lo ha convertido en presa. 

En los últimos años, como en muchos otros barrios históricos de México y América Latina, Analco ha comenzado a sufrir un proceso de gentrificación silenciosa. No se anuncia con pancartas. Llega con cafés, con rentas disfrazadas de restauración, con inmobiliarias que prometen “vivir la experiencia colonial”. Y detrás viene el desalojo. 

Las casonas se compran baratas porque están deterioradas, porque los dueños necesitan el dinero o porque ya no pueden pagar el mantenimiento. Se remodelan. Se venden al triple. Y lo que era hogar de una familia de cinco se convierte en Airbnb para turistas de fin de semana. Claro, aunque esto aún no se perciba del todo, es un proceso que está destinado a sufrir. 

¿Y los vecinos? Se van. O se quedan viendo cómo su barrio cambia de idioma, de rostro, de lógica. 

Vidas empujadas a la orilla 

No todo es remodelación estética. Debajo sigue latiendo un barrio herido por el abandono. Y no cualquier abandono: uno estructural, constante, sistemático. 

Aquí no hay parques en buen estado ni clínicas eficientes ni escuelas dignas. 

Los niños de Analco no compiten en igualdad de condiciones con los del resto de Guadalajara. No lo hacen porque su contexto los margina antes de que aprendan a escribir su nombre. 

El INEGI apenas registra datos precisos del barrio. En el Censo 2000 se hablaba de 16 habitantes en tres viviendas habitadas. Hoy sabemos que son más, pero no cuántos. Esa invisibilidad estadística también es violencia. Las políticas públicas no llegan a donde no hay números. Y donde no hay números no hay derechos. 

En Analco la educación es un lujo. Porque estudiar requiere concentración, y ¿quién puede concentrarse cuando hay balaceras, robos, miedo? Requiere recursos, y ¿cómo se compra un libro cuando no hay qué comer? 

Crimen y droga: el enemigo íntimo 

La Comisaría de Guadalajara declaró en 2017 que Analco concentra el 15% del mercado de droga de la ciudad, que genera ganancias de hasta 8 millones de pesos mensuales para el crimen organizado. Pero esa cifra no se dio como alerta: se usó para desacreditar una manifestación de comerciantes que pedían seguridad y regularización. Los acusaron, sin pruebas, de estar pagados por el narco. Otra vez: la víctima se vuelve sospechosa. 

Y es que el crimen en barrios como éste no siempre llega desde fuera. A veces crece desde adentro, desde el hambre, desde el olvido, desde la falta de opciones. 

No se trata de justificarlo, sino de entenderlo. Porque donde no hay Estado hay mercado. Y cuando el mercado es ilegal, ofrece otra forma de justicia: inmediata, brutal y, a veces, la única. 

Derechos humanos sin código postal 

Hablar de derechos humanos en Analco es un ejercicio doloroso. No porque no se merezcan sino porque aquí todo indica que valen menos. La seguridad pública no se garantiza. La educación no se garantiza. El acceso a la salud no se garantiza. El derecho a la vivienda digna no se garantiza. Y sin embargo, no hay estado de emergencia. No hay titulares. Porque en México, muchas veces, la normalidad es la injusticia crónica. 

La Declaración Universal de los Derechos Humanos no excluye por colonia. No dice: “esto aplica excepto en barrios históricos sin inversión”. Y sin embargo, en lugares como Analco, los derechos no son garantías. Son aspiraciones. 

Escribir para no desaparecer 

Escribo esto porque no quiero que Analco sea solamente la nota roja de mañana, el rumor de hoy o el Airbnb del futuro. Porque aún hay vida aquí. Porque hay tiendas, mercados, iglesias, gente que resiste. Porque hay niños que merecen otra historia. Y porque si no escribimos lo que pasa el silencio también será cómplice. 

Lo repito: Analco no es una postal. Es una herida. Y también una posibilidad. Depende de nosotros no permitir que la historia que duele se repita sin tregua. 

 — 

Rodrigo Estrada es estudiante de la Licenciatura en Periodismo y comunicación pública en el ITESO. Este artículo es parte de la investigación que realiza en el PAP Mirar la ciudad con otros ojos en el periodo Primavera 2025. 

++MANITA DE GATO PARA LAS NUEVE ESQUINAS++