Manuel Baeza
El papa Francisco se despidió sin decir adiós.
El religioso argentino, jefe de la Iglesia católica mundial, dejó el Domingo de Ramos dos mensajes para todos. Uno era por escrito, con un llamado a la paz en Gaza, a la reconciliación, a la alegría de la Resurrección.
El otro mensaje fue sin palabras: trabajar en su apostolado hasta el último momento. Sin dramas, sin quejas, con el ánimo festivo, Mario Bergoglio acudió a la Plaza de San Pedro a presenciar la ceremonia pascual, y al final se retiró no sin antes dar un paseo en la explanada a bordo de su automóvil para saludar a los fieles en lo que al final fue una despedida.
El papa Francisco, dice el diario italiano Corriere de la Sera, se levantó el lunes a las 6:00 am, desayunó, y una hora después comenzó a sentirse mal, muy mal.
Media hora después el Papa había fallecido víctima de un derrame cerebral, y un fallo cardiovascular ya en estado de coma, según la versión del Vaticano. Fue el momento de irse.
Tuvo el pontífice la oportunidad de estar con sus fieles apenas horas antes de partir de este mundo. Una oportunidad que no pudieron concretar sus dos antecesores inmediatos.
San Juan Pablo II vivió una agonía lenta, seguramente desesperante para un hombre de acción y de palabra, que lo alejó de las multitudes a las que tanto amaba.
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Benedicto XVI, por su parte, eligió un aislamiento público, autoimpuesto, para terminar sus días en reflexión interna. Meses que dieron todo el espacio a Francisco, y que atemperaron cualquier indicio de crisis en la Santa Sede.
Pero Francisco recibió, a mi juicio, una gracia especial. Poder ser visto trabajando horas antes de su muerte. Poder dar bendiciones a la multitud y sentir el cariño de la gente. Poder expresar su sentir sobre la situación mundial en un mensaje público. Dar un mensaje en persona al vicepresidente estadounidense JD Vance, a quien recibió apenas unos minutos de manea privada este Domingo de Pascua.
Se despidió Francisco sin decir adiós. Se quedan su legado y su recuerdo. Y su manera de irse.
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